domingo, enero 14, 2024

EL XXXV, UN SIGLO CUALQUIERA



Jorge, poniéndose hacia atrás la gorra, echó mano de su pitillera y muy despacio sacó un cigarrillo. Lo encendió sin prisas y, apartándose tres pasos, contempló el telescopio que acababa de poner en estación. Cada día era más difícil intentar la puesta a punto de un telescopio; aunque fuera con la ayuda del “go-to” e inclusive con el buscador de las polares. Pero esta vez lo había conseguido sin mucho trabajo. En su planeta, ocurría un fenómeno extremo, que más que un movimiento de nutación, era un movimiento caprichoso de cambio de la dirección de su eje. Y el caso era que, debido a la división del satélite principal, a causa de una explosión originada por el choque de un gran meteorito, el planeta cambiaba la dirección de su eje dos veces cada tres días, con una variante en ascensión recta de casi dos grados. Y por tanto se hacía casi imposible poner en estación un telescopio para poder fotografiar el cielo, y contemplar como la galaxia a la cual pertenecía el sistema solar de donde era su planeta, iba cada vez agrupando en torno a su centro a todos los cuerpos celestes que albergaba, y que poco apoco iban siendo engullidos por un masivo agujero negro que conformaba el centro de la misma.

Jorge sabía que solo dispondría de un breve lapso de tiempo para poder hacer tres o cuatro fotos, y tirando el cigarrillo, se dispuso buscar una galaxia de su interés, que estaba cerca, pero fuera de los límites de la atracción del agujero negro de la suya. Le dio las coordenadas al pequeño ordenador del telescopio, y este, movido por el torque de un par de pequeños servomotores, automáticamente empezó la búsqueda del objeto. Se paró justamente en breves segundos, y un zumbido muy fino indico a Jorge que el aparato estaba en posición. Jorge, maniobrando hábilmente con un mando enfocó el telescopio hasta recibir una imagen nítida de la galaxia buscada en la pantalla de la consola. Entonces empezó a filmar una serie de pequeños video-plasmas, que una vez sumados le daría una perfecta imagen de la galaxia. No había podido hacer más de seis tomas, cuando el objeto empezó a salir del campo visual de la consola. El eje del planeta como cada tres días buscaba de nuevo su polo opuesto, y de esta manera solo entonces podría Jorge poner de nuevo en estación su telescopio e intentar nuevas fotografías.

Desconectó los aparatos, y siguiendo un protocolo propio de un profesional empezó a embalar todos y los cargo en el VIC, así se denominaba a los Vehículos Inteligentes Compactos, que además de no tener ruedas ya que circulaban por vías termodinámicas, su motor era de coltán iónico y se conducían simplemente con el pensamiento. Con solo decir nuestro destino, el VIC por si solo buscaba en sus memorias las vías menos concurridas y el camino más corto para satisfacer al pasajero y llevarlo prontamente a su destino. Eran la octava generación desde el invento del Vehículo Eléctrico Multifase, VEM; que a estas alturas ya había quedado obsoleto y solo se veía en los museos de Artes y Costumbres Antiguas. Jorge montándose en él, se colocó los cascos y pensó en su destino. Automáticamente el VIC, sin apenas ruido, solo un leve siseo, salió de su aparcamiento y en segundos volaba por una vía termodinámica que lo llevaría a su destino. Quedando al poco tiempo aparcado en la casa de Jorge, bueno decimos casa por eufemismo, porque aquello era de todo menos una casa al estilo de los siglos veinte. Era como una especie de hangar fusiforme, sin aparentes puertas ni ventanas, de un color gris perlado que hacía juego con el verde chillón de algunas plantas del jardín. Descargada la mercancía, Jorge “atravesó” la grisácea pared, y despareció. Solo quedo el huso, y el VIC aparcado junto a él. A medida que iba amaneciendo, y un trozo de la antigua luna del planeta se hacía dueño del cielo, la “casa” se iba tornando de un color naranja iridiscente, suave, como si fuera de plastilina. 

Pero veamos, entremos con Jorge en la “casa” y así sabremos como es una vivienda del siglo XXXV. Al atravesar la pared gris, de pronto se encontraba uno en un amplio espacio amueblado con gusto, pero de una manera rara. De momento la mesa era un óvalo de piedra negra que flotaba en el espacio; y las sillas unos pequeños cojines color amianto que igualmente flotaban alrededor de la mesa. La luz, aunque era difusa y no se sabia de donde provenía, porque no había lámparas, era la suficiente para ver perfectamente todo a nuestro alrededor. Pero, aparte de esto no había más. Solo esta especie de gran salón. Pero entonces nos dimos cuentas que la “casa” era psicomental. Esto es que cuando su dueño pensaba en comida, el salón se transformaba automáticamente en una gran cocina. Y cuando pensaba en lavarse, igualmente lo hacía un cuarto de baño, que albergaba una bañera tan grande como una pequeña piscinula, y cuya agua, ionizada, se manejaba a capricho por el bañista, con solo pensar si quería bañarse, o darse simplemente una buena ducha en veinte puntos de su cuerpo, más o menos. Nos encontramos a Jorge en la cocina maniobrando con un utensilio bastante raro. Era como un microondas del siglo XXI, pero que no hacía ruido. Ni tan siquiera un zumbido. Jorge abriendo el utensilio, depositó en él unas, como semillas; como pipas. . . Bueno eso parecían, pepitas de girasol, pero de varios colores. Pasados unos instantes, cuando abrió el aparato sacó de la una fuente en la que se veía un pollo perfectamente dorado, con una guarnición de verduras de muchos colores. Tocó las palmas e inmediatamente la negra mesa flotante apareció de la nada y Jorge colocó la fuente sobre ella. Luego dando una palmada sobre la pared frontera, un mueble del tamaño de un frigorífico salió de la misma, y Jorge tomo una botella llena de un líquido sonrosado y una copa. A continuación, se dispuso a comer con gran apetito.

Dejémoslo comiendo, y vamos nosotros a investigar por este mundo tan extraño, que otrora fuera un planeta corriente donde todo estaba previsto, y que un buen día se convirtiera en lo que ahora era: una masa homocinética que está expuesta a los tirones gravitatorios de los dos trozos de su luna partida por medio, a causa de un monstruoso meteorito venido desde más allá de los confines de su sistema planetario. No existía puerta alguna para salir de la extraña vivienda, huso, casa, habitáculo. . . o lo que fuera. Igualmente, una vez dentro no se podía hacer consideración alguna de sus medidas; ora parecía inmenso, ora era diminuto y pequeño como la cabina de un velero, ora tenía el aspecto de un cubículo para guardar chismes. Por fuera sucedía exactamente igual. No se tenía apreciación de su medida, pero en este caso era, como si su masa fluctuara en el espacio rodeado de un halo que enmascarara su verdadera dimensión; de tal manera que si te acercabas a ella la veías más grande, pero si la mirabas desde lejos, semejaba, unida a las demás viviendas, un campo de setas multicolores y raras, rodeado de verde, que hubiera pasado desapercibido a la vista de un extraño. Era lo que se llamaba, seguridad inteligente. O sea, una manera de protección comunal, que solo se tenía si el cerebro de la persona, estaba debidamente interconectado psicomentalmente con el núcleo inteligente que dirigía, llamémosle así, el barrio o condominio de husos-viviendas. Siendo imposible de todas las maneras acceder al interior de ninguna de ellas, y ni tan siquiera a su entorno más próximo. Fuera de esto, no había más. Ni monumentos, ni edificios públicos. Ni plazas, ni jardines, ni parques, ni escuelas. . .  Esto último a cualquiera que no perteneciera a esa comunidad le parecería extraño. ¿Cómo aprendían los niños de aquel pueblo los rudimentos de la enseñanza más básica? ¿Como seguían estudiando, de adolescentes, las disciplinas universitarias, que seguro serían necesarias en un mundo tan controvertido y extraño como aquel? Las preguntas tenían una fácil contestación: No había niños.

Perfectamente querido lector. Lo ha entendido perfectamente. Los niños no existían en aquel planeta. Y no es que naciera la gente por generación espontánea. No. Es que los oriundos de aquel mundo extraño, cuando venían al mundo, y válganos la redundancia, ya era adultos. Bien es verdad que todos tenían una edad indefinida; no se podía decir si veinticinco o treinta años, o tal vez cincuenta. O a lo mejor muchos menos. . . pero para ellos no había existido la niñez y mucho menos la pubertad. . .Y es que de la forma en que eran creados, esos dos estadios de la vida eran obsoletos de todas las maneras. Eso sí, la Inteligencia Artificial que los creaba, era ya casi la cuadragésima generación desde que se la empezó a crear, allá por el siglo XXI. Y ese tiempo pasado, había demostrado con creces, que la carencia de nacimientos y la solidez contrastada de las flamantes leyes eutanásicas del siglo, habían logrado, por fin, que el planeta tuviera una habitabilidad aceptable, ya que al ser controlados “nacimientos” y muertes, el planeta siempre disponía de comida y espacio para todos, al mantener un “numerus clausus” de habitantes.

Eso que tan incongruente hubiera parecido en los siglos XX y XXI, en el presente siglo era lo más normal. ¿Quién les hubiera dicho a los humanos que trasteaban con pequeños “robotijos” de juguete, que, andando el tiempo, eran ellos, los robots, quienes jugarían con sus vidas sin importarle el tan cacareado alfa y omega de las mismas? Pues así era, en quince siglos después, eran las máquinas, las llamadas otrora Inteligencia Artificial, las que dominaban a sus creadores. Por eso, aunque cada ser creado por la Inteligencia Artificial llevaba un contraste alfanumérico único e irrepetible, a muchos de ellos les gustaba ponerse un sobrenombre, como en el caso de Jorge, según habían leído interiormente en los almacenamientos de memoria de los implantes psico-mentales de sus cerebros. Y así, unos se llamaban Jorge, como nuestro hombre; otros Aarón o José; y aun otros que respondían al sonoro nombre Tarzán. Habrá notado el lector, que solo hemos dicho nombres masculinos. Pero el caso es, que después de la sangrienta, y por otro lado inútil, Guerra Mundial de Géneros, ocurrida a finales del siglo XXI, la Primera Inteligencia Artificial, decidió cortar de raíz otro posible enfrentamiento entre ambos sexos, y optó por, como ya no era necesaria la presencia femenina para la procreación, hacer que todos los seres venideros, tuvieran apariencia masculina, aunque estuvieran asexuados; quedando la figura femenina solo para ser contemplada en los cuadros de los museos virtuales o en las diferentes bibliotecas aurales que existían el planeta.(*)

Así que la masa retorcida que quedaba, de lo que antiguamente un preclaro astrónomo dio en llamar “Un punto azul pálido”, es, bueno, era, el tercer planeta del sistema solar, llamado Tierra. Y aquella Luna, que tantos y tantos poetas y poetisas hicieron figura clave de sus poesías amorosas, eran ahora, un par de trozos chamuscados y sin color que giraban cada uno a su libre albedrio, casi en el límite de las más elementales leyes de la física, y así hacían que, la masa homocinética, antes azul del planeta, cambiara de eje en un periodo tan corto que nada era predecible en su tiempo. Eso no había sabido intuirlo, ni tan remotamente, la tan “Inteligente” Inteligencia Artificial; y así en el siglo XXX, la vengativa Némesis, viniendo desde los confines más remotos del Universo, dio al traste con el proyecto eterno de un mundo feliz y sin carencias, sin disputas por petróleo o por terrenos, por kilómetros de costas o por gobiernos, y por lo tanto sin guerras que llevar a cabo, imaginado virtualmente entre los múltiples chips, circuitos sobre-integrados, y pastillas multifuncionales de memoria que componían su intrincado cerebro después de cuarenta generaciones auto creadas por sí misma. Y, sobre todo, la Máquina sabía, que una vez que la Galaxia, como Neptuno, había empezado a engullir a sus hijos a través de su propio Agujero Negro, que todo aquello, definitivamente, era el final. Y la Inteligencia lo sabía. Y por ello, sin más, decidió que todo volviera a su ser. Automáticamente se dispuso a fabricar seres de apariencia femenina, aparte de los masculinos; sexuando a cada cual tal como estaban en el siglo XXI, antes de la Gran Contienda de Géneros. Y cuando hubo “creado” los que sus circuitos dieron abasto, poco a poco, fue apagando sus leds y sus más profundos discos de memoria, quedando quieta e inerte. Mientras, a lo lejos se escuchaba, de nuevo, la risa cantarina de un niño.  

         

(*) Comprendemos perfectamente que habrá lectores y lectoras, que cuando esto lean, sentirán dentro de sí como un escándalo por lo leído; pero deben pensar que están leyendo una obra fantástica, que, igual en su día puede ser cierta, pero que por suerte quedan aún catorce siglos.        

 


                    LUNA LLENA, Mosaico realizado con AutoStich