miércoles, agosto 17, 2022



Y  ASÍ  FUÉ   
(Relato Fantástico)


El color del cielo se fue tornando de un violeta tenue  cuando el primer sol del planeta era engullido por el creciente horizonte. Casi sin transición, todos los aficionados a la astronomía fueron sacando sus telescopios electrónicos de rayos, para intentar descubrir a través de la sempiterna bruma que siempre entoldaba el cielo aquellos puntitos brillantes que sus ancestros habían bautizado con el poético nombre de estrellas. Ellos, sus antepasados, habían tenido la suerte y a la vez el horror de estar en la Gran Final. Habían visto como día a día la estrella roja se iba acercando a la Tierra de manera inexorable; con un movimiento continuo y sin pausa. Como si el planeta hubiera sido un tope de un fatídico péndulo de Foucault, la gran estrella de color fuego  amenazaba desde hacia varios siglos  con derribarlo y acabar con la vida en él depositada.

Hubo noticias contradictorias, libros de personajes que solo querían llenar sus arcas, avisos de catastrofistas pseudo astrónomos que veían cerca, muy cerca el final del Universo. Pero no fue así. Al principio cuando las televisiones de plasma retransmitían las múltiples inundaciones, las lluvias torrenciales, los incendios pavorosos, mezclados con el terrorismo que ejercía cierta parte de la sociedad terrena, nadie echaba cuenta, nadie se preocupaba, nadie veía un palmo más allá de sus narices. Sólo los “depredadores”de mentes, los asaltantes de ideas ajenas, los creadores de miedo, los que se lucraban a costa de los débiles de espíritu, sabían manejar las cuerdas para que la raza humana siguiera siendo un rebaño pacífico al que llevar al matadero. Todo era ambición. Dinero. Riqueza. Poder.

Antonio encendió el láser-guía de su flamante telescopio de plasma integrada, y se dispuso cómodamente a intentar, un día más, localizar a través de aquella especie de niebla londinense, “puré de guisante” que decían los antiguos habitantes de las desaparecidas Islas Británicas,  una mítica nebulosa  que antaño era la preferida de los astrónomos aficionados de todo el planeta: la llamada M-42 o nebulosa de Orión.  Según decían las crónicas terrestres era la reina del invierno en las regiones del norte del planeta. Llevaba solo media hora de observación, mirando una especie de filamentos más o menos brillantes que se reflejaban en la negra pantalla, cuando el cielo empezó a teñirse de un color rosa malva, y un astro doble empezó a subir horizonte arriba a una velocidad inusitada. Era la segunda estrella de Zeltoc, su segundo sol, cuyo día solo duraba setenta minutos. Antonio apagó el láser-guía del telescopio y se dispuso a  anotar en su cuaderno electrónico la crónica diaria de una observación visual rutinaria y sin resultado. Quedo mirando la doble estrella Miris que de una manera rauda iba a entrar muy pronto en contacto con el horizonte en busca de su ocaso,  haciendo que de nuevo el cielo fuera violeta tenue hasta que Arctos, su primer sol saliera en la mañana. La colonia volvería entonces a su cotidiana vida y los telescopios de rayos serian guardados hasta la primera noche del planeta. Después todos buscarían incansables un objeto, una constelación, una estrella, a través de la bruma siniestra y pesante, que le dijera como fue el cielo nocturno de la Tierra, de su amado planeta, antes de que fuera destruido por la tercera guerra mundial. 

 

Stephen Hawking llevó razón aquel 24 de septiembre del año ocho del segundo milenio cuando dijo: “El futuro está en el espacio”. Y ellos estaban allí. 


© Pepe Gómez Künni